El poder judicial en su zona de confort.

Se habla de “zona de confort” para identificar un estado mental en que el individuo permanece pasivo ante los sucesos que experimenta a lo largo de su vida, desarrollando una rutina sin sobresaltos ni riesgos, pero también sin incentivos —el concepto parece haber sido establecido por Alasdair White en su trabajo From Comfort Zone to Performance Management—.

Se trata de una suerte de campo energético generado por hábitos y rituales reiterados, que permite a quienes se encuentran en su interior transitar por la cotidianeidad de la vida y el trabajo sin mayores alteraciones, medrando razonablemente en sus carreras y situación económica. El poder judicial nacional prohija y propicia su desarrollo.

Los juzgados suelen ser zonas de confort para los jueces pero también para los integrantes de los equipos de trabajo que allí se desempeñan y que activan el campo de fuerza cuando llega alguien nuevo con ideas y propuestas de cambio. Reaccionan procurando neutralizarlo y ahogar los anhelos de mejora en el tibio sopor de lo cotidiano.

Las estructuras judiciales suelen repetir conductas atávicas que no soportarían un test de razonabilidad y habitualmente emplean en su comunicación con el exterior (partes, abogados y el resto de la sociedad) expresiones que hace más de un siglo no usa ya el habitante medio de la Argentina, como si ello fuera lo más normal del mundo.

Los habitantes de las zonas de confort judicial no han reclamado ni reclaman más que lo necesario para su preservación. Son contados los casos de jueces que han trabajado en proyectos de ley destinados a mejorar el sistema de justicia, aunque son más los que se han activado para resistirlos. Por lo general, no aceptan de buen grado ningún cambio que altere el campo de fuerza que protege su micromundo ni lo propician, aun cuando tienen el deber constitucional de garantizar a los litigantes tutela judicial efectiva. Se comportan como si todo debiera serles provisto por otros. Los reclamos que pueden formular hasta con cierto grado de indignación pasan por cuestiones cotidianas, válidas pero tristemente limitadas para quienes se suponen especialmente educados y vocacionalmente dedicados para la efectivización del valor Justicia.

Han pasado y pueden pasar años, décadas, sin que los ámbitos de conducción del sistema de justicia formulen más que tímidos reclamos por las deficiencias edilicias que arrastramos como una tara del sistema de justicia nacional; pero esa cuestión aparece en el primer orden de consideración cuando se propone un salto cualitativo como el que implica la oralización de los procesos en materias no penales, cuestión que parece haber activado en los hechos el campo de fuerza de la zona de confort, más allá de las máscaras discursivas.

Atrasamos.

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