Scherezade

Scherezade y el sutil arte de abogar.

Desde las páginas de La Invención de la Soledad, Paul Auster[1] me llevó al primer relato de Las Mil y Una Noches, una de las obras que para nosotros, occidentales, constituye un clásico de la literatura del Oriente Medio.

Se trata de la historia de El Mercader y el Efrit, en la que  Scherezade dijo: “He llegado a saber, ¡oh rey, afortunado! que hubo un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas riquezas y de negocios comerciales en todos los países. Un día montó a caballo y salió para ciertas comarcas a las cuales le llamaban sus negocios. Como el calor era sofocante, se sentó debajo de un árbol, y echando mano al saco de provisiones, sacó unos dátiles, y cuando los hubo comido tiró a lo lejos los huesos. Pero de pronto se le apareció un efrit de enorme estatura que, blandiendo una espada, llegó hasta el mercader y le dijo: ‘Levántate para que yo te mate como has matado a mi hijo.’ El mercader repuso: ‘Pero ¿cómo he matado yo a tu hijo?’ Y contestó el efrit: ‘Al arrojar los huesos, dieron en el pecho a mi hijo y lo mataron’…”

La más básica deformación profesional no pudo evitar que hiciera estallar el encanto del relato, pensando: “responsabilidad objetiva en Las Mil y Una Noches”. Lo explico: Al Efrit no le importaba si había mediado culpa o dolo de parte del Mercader; quien no podía haber previsto las consecuencias de su acción, porque el pequeño era invisible para él; le bastaba con verificar quién era el dueño o guardián de la cosa arrojada, para reclamarle un terrible resarcimiento.

Pero ese salto a lo jurídico, provocado por la evocación de Auster, me llevó a una reflexión más amplia, referida a la gran historia de fondo que sustenta los distintos relatos de Las Mil y Una Noches. Su trama central es conocida: el rey Shariyar descubre que su esposa le es infiel con uno de sus sirvientes, por lo que la hace decapitar. No obstante, ello no mitiga su dolor, que busca atenuar suprimiendo toda posibilidad de reiteración de tal tipo de engaño: así, cada día toma por esposa a una joven del reino, yace con ella durante la noche y la hace decapitar por el visir al amanecer. El terror invade el reino. Los padres desesperan por la posibilidad de perder a sus hijas. Sherezade, hermosa hija del visir, culta, inteligente y refinada, decide poner fin a la matanza mediante un riesgoso plan. Pide a su padre que la ofrezca como esposa al rey. El visir, naturalmente, se niega, pues teme –no sin razón- tener que ejecutar a su propia hija; pero finalmente cede y así Sherezade comparte la noche con Shariyar a quien relata un cuento, dejando pendiente su conclusión, que promete para la noche siguiente. El rey, deleitado por la historia, pospone entonces la ejecución. La esposa reitera la estrategia la noche siguiente; enlaza la historia con otro relato. Cada cuento nocturno lleva en sus entrañas una nueva historia que queda inconclusa, aguardando su final, avizorado para la noche siguiente. Y así, noche tras noche, por mil y una. Los relatos contienen historias en las que los personajes salvan su vida con astucia y  van apartando al rey de su obsesión. Entretanto, él y la  muchacha tienen tres hijos y, morigerado el ánimo del padre, ella obtiene de él la promesa de que no la matará, habiendo cedido así su furia asesina.

Hete aquí que Sherezade abogó. Lo hizo con riesgo y con inteligencia; con sabiduría y con templanza. Asumió los mayores riesgos y protegió a las demás mujeres del reino, luchó contra la injusticia de la que era víctima su género; logrando torcer la dirección criminal de un tirano desbocado.

Elaboró una estrategia sutil.  Su plan respondía a las premisas de lo que siglos después se caracterizó como “estrategia de aproximación indirecta”[2]. Cuando la respuesta general parecía ser escapar o sucumbir ante el poder, construyó otra solución, con imaginación, y venció a la arbitrariedad asesina.

Una mirada simple podrá sostener que Sherezade debió haber sido muy bella. Sospecho en ella el encanto de unos profundos ojos morenos, que debieron haber anclado en el corazón de Shariyar. Pero su seducción profunda, la que la mantuvo viva hasta el amanecer final y liberó a las mujeres de su pueblo de la condena, no provenía de ello, sino de un poder de seducción basado en la inteligencia, en la fuerza de la persuasión. Seguramente también eran bellas las demás mujeres que habían pasado por el lecho del gobernante, pero ninguna –como tampoco los hombres del pueblo- habían logrado superar el predicamento al que se enfrentaban por una vía lateral, superior desde el punto de vista de su concepción.

Podemos sí decir que a nuestra amiga la salvó la belleza; pero no la del cuerpo, sino la de toda respuesta inteligente, desarrollada con paciencia. Esas respuestas bellas se encuentran a menudo en las matemáticas y en muchas otras áreas del conocimiento; y también en la solución de conflictos. Hay que saber buscarlas, disfrutarlas y admirarlas, como al buen arte de Shrezade.

[1] Auster, Paul, “La invención de la soledad”. 17ª ed.  Ed. Anagrama. Barcelona, 2008, p. 212.
[2] Liddell Hart, Basil H. “Strategy” second revised edition; Meridian Book; 1967, pg. 25.

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